Sergi y Álex cruzaron la carretera que atravesaba las últimas casas y pararon junto al inmenso campo que parecía no tener fin. Miraron hacia el horizonte, tratando de acostumbrar sus ojos a la oscuridad. Apasionados del senderismo, cada imprevisto de esta nueva aventura les daba fuerza, al contrario de lo que pudiera suponerse. Habían caminando unas horas por veredas abruptas hasta llegar al pueblo que acababan de dejar a sus espaldas, donde descansaron y almorzaron nocturnamente sentados en los muros de una fuente de piedra. ¡Qué refrescantes sus aguas!
La senda que se dibujaba bajo sus pies parecía más uniforme y llevadera que el pedregal anterior. A partir de ahora la recorrerían iluminados por la luz de la luna evitando llamar la atención con las linternas.
—¡Sigamos! —se dijeron. Polonia se les antojaba aún muy lejana.
A tan solo unos kilómetros, Delia se despierta con un ulular.
—¿Que suena, papá? —susurra sorprendida.
—Acabas de escuchar cantar a un búho —contesta sonriendo su padre, que se mantiene en vela, vigilante y atento a cualquier ruido dentro de la casa rural que les acoge esta noche.
La senda que se dibujaba bajo sus pies parecía más uniforme y llevadera que el pedregal anterior. A partir de ahora la recorrerían iluminados por la luz de la luna evitando llamar la atención con las linternas.
—¡Sigamos! —se dijeron. Polonia se les antojaba aún muy lejana.
A tan solo unos kilómetros, Delia se despierta con un ulular.
—¿Que suena, papá? —susurra sorprendida.
—Acabas de escuchar cantar a un búho —contesta sonriendo su padre, que se mantiene en vela, vigilante y atento a cualquier ruido dentro de la casa rural que les acoge esta noche.
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