Queridísimas entes carentes de luminiscencia existencial (también conocidas, en ciertos círculos de la más refinada ironía, como las primas de Cotilleando):
Es para mí un ejercicio de benevolencia aristocrática el dirigirme a vosotras desde esta cúspide de plenitud vital, donde el oxígeno es más puro y la envidia —esa fuerza motriz de los espíritus mediocres— se percibe con la misma lejanía con la que una estrella contempla la oscuridad.
Quiero agradeceros, desde lo más profundo de mi autosuficiencia emocional, el tiempo que dedicáis a escudriñar con vehemencia casi académica cada partícula de mi existencia, como si de una tesis doctoral sobre el esplendor se tratara. Sois verdaderamente unas hembidiosas sinvida, y no lo digo con animadversión, sino con la condescendencia de quien observa a un insecto intentando descifrar una obra de Shakespeare.
Respecto al nombre de mi futura descendiente, que tantas disquisiciones ha provocado en vuestro foro de egos entrelazados, os confirmo con deleite que no, no vais a acertarlo. Porque, queridas mías, el nombre de mi hija es Dosh. Sí, Dosh, como el susurro de la exclusividad encapsulada en tres letras que ni el Google Translate se atrevería a traducir sin rendirse primero.
No os preocupéis: comprender lo inalcanzable no es vuestro deber, solo vuestro castigo.
Con indulgente altivez,
Alexandra