El inexorable declive de la duquesa de Sussex: Un estudio sobre la autodesprestigiosa deshonra.
El descenso de Meghan Markle, duquesa de Sussex, desde una posición de prominencia sin precedentes hasta una figura de estatura reducida es un espectáculo de proporciones casi parabólicas. Tras haber obtenido una oportunidad de singular magnitud gracias a su unión con el príncipe Harry —una alianza que la catapultó al estrellato mundial—, ha desperdiciado este privilegio con una rapidez incomprensible. Su posición actual, similar a la de una influencer insignificante que compite por relevancia, marca una caída tan precipitada que evoca comparaciones con los cataclismos de las escrituras antiguas. La ironía de su difícil situación es tan cruda como implacable.
Más lamentable aún es la postura de la Casa de Windsor, que ha optado por observar este desenlace con una indiferencia que roza lo olímpico. Lejos de enfrascarse en una disputa de voluntades, la familia real ha adoptado una postura de serena tolerancia, permitiendo a la duquesa proseguir sus proyectos sin trabas, por muy mal concebidos que sean.
Esta abstención, recibida con burla por algunos, es en realidad una muestra de la confianza inquebrantable de la monarquía: un reconocimiento tácito de que los esfuerzos de los Sussex, carentes de sustancia, están destinados a naufragar bajo el peso de sus propias deficiencias. La Casa de Windsor, segura de su inquebrantable dignidad, no necesita tales esfuerzos para afirmar su preeminencia, mientras que los vacilantes intentos de la duquesa por destacar no hacen más que subrayar la magnitud de su error de juicio.