In memoriam: Prince
Publicado por Emilio de Gorgot
Prince. Foto: Corbis.
Cuesta creerlo, pero desde hoy vivimos en un mundo sin
Prince.
Siempre tuve la impresión, casi la creencia, de que el hecho hipotético de que Prince fuese mortal iba contra el orden natural de las cosas. La interrupción de su existencia carecía de sentido como concepto y era una posibilidad que jamás se me había pasado por la mente. Claro, desde un punto de vista racional puedo entender que era un organismo vivo como los demás seres humanos —suponiendo que él fuese humano, de lo cual todavía no estoy convencido— y que como a todo organismo vivo le llegaría su final. Pero a veces la racionalidad no vence y confieso que mientras escribo estas líneas continúo sin ser del todo consciente de que Prince Roger Nelson, uno de mis mayores ídolos, uno de los individuos que más alegraron mis años de infancia y adolescencia, ya no esté entre nosotros. No tiene ningún sentido. Era demasiado grande para morir. El universo será una broma de mal gusto sin él.
Quienes vivieron sus años de gloria recordarán que Prince tenía completamente cautivada a la industria musical, empezando por el público, siguiendo por la crítica y terminando por sus propios compañeros de profesión. A nadie con dos dedos de frente se le ocurría contradecir la idea de que Prince era un genio. En una época donde la mayor parte de los músicos a los que muchos admirábamos ya no vivían, o vivían horas bajas o ya no publicaban sus mejores discos, y donde el noventa por ciento de la música que dominaba las listas de éxitos se antojaba insustancial y prefabricada, ahí apareció él, que no solamente estaba de luminosa actualidad, sino que recogía y combinaba largas tradiciones musicales condensándolas en su propia persona con una pasmosa facilidad que nos tenía a todos atónitos. Todo en su música y su imagen tenía raíces, muchas raíces y mucho poso, y aun así sus canciones eran muy propias, muy suyas, revolucionarias. Hizo lo que se supone que hacen los genios: construir algo nuevo y distinto desde lo ya conocido, desde lo establecido, y sin negar el parentesco con sus ídolos para dárselas de innovador. Es más, recordándonos sin complejos de quién había tomado sus influencias, homenajeándolos a cada paso que daba. Todos podíamos ver que Prince tenía mucho de
Jimi Hendrix, de
James Brown, de
Sly Stone, de los
Beatles, de
Stevie Wonder, de muchos grandes nombres. No se molestaba en ocultarlo. Pero a nadie se le hubiese ocurrido acusarle de ser un vulgar imitador o fabricante de pastiches, porque todos sabíamos que él era uno de ellos. Un discípulo, pero también un igual. Tenía esa misma magnitud, la de los más grandes.
Escribí otro artículo donde repasaba —con el cariño que pueden ustedes presuponer— varias anécdotas rocambolescas e hilarantes relacionadas con su exuberante personalidad. No crean que ahora reniego de ese texto porque la noticia de su muerte me haya causado tristeza; al revés, ahora me parece mucho más entrañable (e igual de gracioso) pensar en cuando se caía del escenario agarrado a una farola o montaba numeritos dignos de
Gloria Swanson en las entregas de premios. Pues bien, en ese texto también recordaba que en los ochenta, para mí, cada nuevo disco de Prince era una de las mejores noticias del año. Durante mucho tiempo pude comprobar que cada vez que estrenaba álbum me noqueaba con canciones que nadie más podía haber concebido en su momento: «Purple Rain», «Let’s Go Crazy», «Raspberry Beret», «Kiss», «Sign o’ the Times», «Girls and Boys», «Alphabet St.», «Batdance», «Partyman», «Cream», «Sexy MF», «Peach». Canciones que sonaban a tradición y a novedad, en las que Prince parecía un viajero del tiempo capaz de componer piezas en las que varias décadas bailaban al unísono. Incluso en el 2015, cuando yo ya no era un adolescente, podía golpearme con un diamante inesperado como aquella hipnótica «Stare» que he seguido escuchando varias veces al mes desde que se editó para Spotify, porque parecía una canción salida de las más redondas obras maestras del
funk de los años setenta.
Es verdad que no siempre sus discos fueron igual de brillantes —como le sucede a cualquier artista con una larga carrera—, sobre todo porque hubo épocas en las que sentíamos que, aunque continuaba grabando la música que le apetecía como de costumbre, ya no se preocupaba tanto por producir esos momentos de impacto. Momentos de impacto que, lo admito, son difíciles de conseguir; por eso nos sirven para decidir cuáles han sido los periodos más inspirados de cualquier músico. Pero Prince hace ya mucho tiempo que no los necesitaba. Sus años de apogeo fueron tan descomunales que a nadie que los viviese le puede sorprender que la prensa, de manera unánime, le calificase como «el genio de Minneapolis». Hoy se utiliza la palabra «genio» con mucha—demasiada— liberalidad, pero entonces, al menos en el caso de Prince, fue el marchamo de calidad impuesto de manera unánime por una prensa musical a la que impresionaba año tras año. No recuerdo otro artista cuya carrera haya sido contemporánea a mi existencia ante el que los medios hayan estado tan rendidos de antemano en plan: «No sabemos qué es lo próximo que hará Prince, pero sí sabemos que irá por delante de cualquier cosa que podamos imaginar». Aquella aureola de divinidad creativa es algo que no he vuelto a contemplar en torno a nadie.
Prince desapareció de la primera línea comercial de manera gradual, pero imparable. Por un lado, nuevas corrientes como el
grunge le hicieron parecer «muy de los ochenta», algo muy injusto porque algunas de esas mismas corrientes, como el llamado
rock de fusión de los noventa, no hubiesen existido sin él, que había estado practicando ese estilo, casi en solitario, durante su década de reinado. Pero también es cierto que se dejó atrapar por un nuevo
R&B más etéreo, y menos interesante, con el que estuvo jugueteando más tiempo del debido. Así, los más jóvenes crecieron sin entender lo grande, lo importante, lo decisivo que había sido Prince. Pero nunca estuvo en decadencia. Jamás. Cada vez que tenía la oportunidad de recordarle al mundo que era un gigante, lo hacía, con esa facilidad insolente de quienes nacen tocados por el dedo de los dioses. Como cuando apareció en el típico miniconcierto del intermedio de la Super Bowl, el mayor escaparate de la industria musical estadounidense. No lo tenía fácil: dos años antes,
Paul McCartney había estremecido por igual a las viejas y las nuevas generaciones con una actuación intensa y enérgica. El año anterior, los
Rolling Stones habían triunfado también, aunque tirando más de leyenda que de eficacia musical. Prince sucedió a estos dos gigantescos nombres con una puesta en escena relativamente minimalista (si se puede decir tal cosa de un
show de la Super Bowl), en el sentido de que decidió central todo el peso en él mismo, su voz y su guitarra. Hasta los dioses parecían ponerse en su contra, porque empezó a llover a cántaros. Pero él ignoró el hecho y cantó y tocó su guitarra a todo volumen, olvidando las sutilezas
R&B y recordándonos que no solamente era un gigante del
funky del pop, sino también un furibundo roquero cuyos anárquicos solos no tenían nada que envidiar en fuerza a los de cualquier grupo considerado «duro».
Al final, el clima probó ser no una maldición divina sino todo lo contrario, cuando le sacó partido mientras hacía cantar a todo el estadio una mágica «Purple Rain» muy apropiadamente interpretada bajo la lluvia. Y por cierto, yo hasta entonces pensaba que ya no se podía hacer nada nuevo, al menos que mereciese la pena, con «All Along The Watchtower» desde que la versionó Hendrix (es más, el propio
Bob Dylan pensaba así) hasta que Prince interpretó una estrofa en plan
blues durante aquella actuación… De lagrimón, amigos y amigas. Es decir, cómo glosar la grandeza de un individuo que mientras
Lenny Kravitz hace un solo de guitarra es capaz de hacer lo mejor ¡de ese solo ajeno! (vean el minuto 2:15 de este video: «Y ahora voy a hacer un ruidito molón para que termines tu solo como Dios manda»). A eso lo llamo ejercer de productor en vivo, sobre un escenario, y ya de paso robar el
show como quien pasea por el comedor de su casa. Sin vacilar, sin entrometerse en lo que el otro hace, sino complementándolo. Son tantos los miles de detalles así que ha habido en la carrera de Prince que se necesitaría una enciclopedia. ¿Y qué decir de su intervención en el concierto de homenaje a
George Harrison? Apareció sin previo aviso para tocar el solo final de una «While My Guitar Gentrly Weeps» que sin él era perfecta, pero con él se transformó en algo asombroso. Con su fogosidad hendrixiana a la guitarra, y con esos calculados toques de
showmanship heredados de James Brown, Prince recordó una vez más a los más jóvenes que no importaba si ya no reinaba en las listas; continuaba siendo el más grande. Y si no, que suba otro e intente hacerlo mejor. No es una cuestión de técnica; es cuestión de sabiduría musical y
savoir faire. Sé que no soy objetivo, porque prefiero mil veces el solo de «Kiss» a cualquier filigrana imposible de
John Petrucci, pero díganme que Prince no es insuperable cuando decide tirar de sentimiento:
Estas apariciones atestiguaban que poseía tal constelación de talentos que podía lucirse junto a cualquiera, en cualquier momento, con cualquier canción que le pusieran por delante. Eso es lo que mejor resume la relevancia que tuvo como artista cuando todo el mundillo parecía orbitar a su alrededor: los demás podían hacer lo que quisieran, que cuando él se lo proponía terminaba destacando, siempre. Pues eso mismo es lo que le hizo a la música en los ochenta: demostrar que los límites no eran tales, que los estilos que se consideraban ya superados aún podían dar más de sí y generar cosas excitantes, que aún podían imaginarse nuevos universos. Y ahora ya no tendremos más de esos momentos. Ya no aparecerá por sorpresa en cualquier evento para apoderarse del espectáculo con su propia presencia. Aunque, como dice mi amiga
Monty —la misma que me sugirió lo del artículo de momentazos principescos—, puede que todo sea una treta promocional y que reaparezca en unos días, con su expresión de niño travieso y alguna canción compuesta al efecto, con un en plan «I’m Alive 4 U Again». Eso sería fantástico: la Segunda Venida de Prince. Algo lo suficientemente grandioso como para ser digno de él. Y si no, siempre nos queda ponernos en plan negacionista, resistiéndonos a admitir que Prince se ha ido y aferrándonos a que todo es una conspiración de la CIA, la NASA y la Casa Blanca. Si la el mundo real carece de Prince, desechemos el mundo real. Prince es mucho más necesario que la realidad. En fin, bromeo por no llorar. Esto ha sido tan inesperado como triste. No consigo que me entre en la cabeza. ¿Qué haremos ahora? Le organizaremos un
funkneral a su medida, sí, pero, ¿y después, qué? ¿Quién va a ocupar su lugar? ¿Quién va a ser tan maravillosamente único?
Descansa en paz, Maestro. No volverá a haber nadie como tú.