Queridas almas sensibles del foro, vamos a dejar algo claro desde ya: que a los hombres nos atraigan las mujeres más jóvenes no es una conspiración patriarcal, ni una superficialidad barata. Tampoco es algo que podamos escoger, racionalizar o negociar, porque el deseo no se escoge: se sufre, se padece y, en ocasiones, incluso se maldice. El viejo Schopenhauer, con su cinismo lúcido, ya lo decía hace más de siglo y medio: somos víctimas de algo que llamó el “genio de la vida”, un instinto visceral y despiadado cuyo único objetivo es asegurar la supervivencia y la reproducción de la especie. Y lo siento, pero la juventud, la belleza y la fertilidad tienen una importancia evolutiva que ninguna tertulia progresista puede eliminar.
La mujer joven, con su aura de vitalidad y energía desbordante, ejerce un influjo casi mágico sobre el hombre. Pero ojo, no porque él sea un inmaduro sin cerebro—aunque algunos también lo sean—sino porque está diseñado por la naturaleza para responder a esa poderosa señal biológica. Esta señal, este hechizo, no dura eternamente; tristemente llega un momento en que, al superar cierta edad, ese poder magnético que la mujer poseía se desvanece. No es crueldad masculina, es una verdad incómoda inscrita en nuestros genes.
Y aquí viene la parte dolorosa, pero también inevitable: cuando la mujer pierde esa juventud exuberante, pierde también ese dominio involuntario que ejercía sobre el hombre. Y éste, sin haberlo decidido, se ve arrastrado de nuevo por el influjo irresistible de una juventud renovada en otro cuerpo, otra sonrisa y otra mirada más fresca y más inocente.
Es incómodo, puede que injusto, y probablemente sea triste. Pero no culpéis a los hombres: somos meros instrumentos, marionetas atadas con hilos invisibles que mueven fuerzas evolutivas despiadadas. No elegimos sentir lo que sentimos; simplemente lo sentimos. Y esto es algo que ningún discurso, moralina, ni revolución feminista puede cambiar.