El otro día, de vuelta del trabajo, pillé un desvío y me quedé comiéndome los restos del bocata mientras veía el atardecer (por cierto, con un viento asquerosamente frío y unas nubes al noroeste que amenazaban a tormenta). No estaba sola, habían aparcado otras cuatro-cinco personas más.
Recuerdo que en cuanto notaba a una persona en mi periferia, arrugaba la nariz y fruncía el ceño. Era curioso, no era mera molestia (no del todo); era un aviso. ¿A qué punto he llegado para que la gente me moleste y me saque de quicio por su mera presencia, a partes iguales? Sé que en estos momentos, lo que me grita la cabeza es que nos dejen en paz, que nos dejen tranquilas; y eso es una sensación que no puedo permitirme ignorar.
Quitando esos momentos minúsculos, el bocata me sentó genial. Hasta que no empezó a jarrear no entré en el coche. El cielo tiene la habilidad de permitirte existir entre tiempos, sin expectativas ni exigencias y, a la vez, ver lo basto que es todo lo que nos rodea y que, a menudo, nos pasa desapercibido.
¿Curioso, no? No quiero miradas cómplices ni presencias ajenas. Quiero sol, nubes, lluvia, tormenta y estrellas.