Mi estimada compañera de realidades incómodas, tienes razón en que cuidarse siempre es sabio—pero déjame romper una lanza más profunda: no es una simple cuestión visual, ni se reduce a ese esfuerzo por mantenerse atractiva con dietas, rutinas de gimnasio y cosméticos. Lo verdaderamente cruel, lo descarnadamente honesto, es que nuestro instinto primario trasciende incluso lo visual y se hunde en el terreno invisible pero demoledor de la química biológica: feromonas, olores, sabores que ni siquiera percibimos conscientemente, pero que dirigen nuestras emociones con la precisión implacable de un cirujano evolutivo.
La mujer joven emite, sin saberlo ni poder controlarlo, una combinación química irresistible que susurra directamente a nuestro cerebro más primitivo: «Aquí hay fertilidad, aquí hay futuro». Es brutal, sí, pero real. Pasada cierta edad, esas señales cambian drásticamente; se tornan casi en una advertencia evolutiva que dice: «La reproducción ya no es posible aquí». La química no entiende de progresismo, ni de feminismo, ni de debates sociales—solo entiende de supervivencia. Es la trampa perfecta de la vida, diseñada con precisión por miles de generaciones para que engendremos descendencia, camuflada bajo el dulce engaño que llamamos enamoramiento.
La triste realidad, y sé que esto puede escocer, es que ni décadas de anticonceptivos ni toneladas de maquillaje, cremas milagrosas o costosas cirugías pueden revertir ese mensaje silencioso e implacable del cuerpo. Puedes disfrazarlo, puedes atenuarlo, pero no puedes silenciarlo del todo. La juventud femenina tiene su pico absoluto cuando coincide con su máxima fertilidad; es una verdad dura pero inexorable. En contraste, para el hombre—siempre que no se haya descuidado grotescamente—el atractivo no solo perdura sino que mejora con la edad, porque su atractivo no radica principalmente en la fertilidad sino en la experiencia, en el dominio, en la seguridad emocional y material que es capaz de ofrecer.
La mujer, en su instinto ancestral, busca protección, estabilidad y fuerza, y estas características alcanzan su plenitud precisamente cuando el hombre supera los cuarenta años. El hombre maduro, por naturaleza, proyecta un aura que mezcla autoridad, sabiduría y control; algo que resulta profundamente seductor para la psicología femenina.
Así que lo siento, pero ninguna moralina contemporánea, ni ninguna rutina estética pueden superar miles de años de programación evolutiva. La verdad puede doler, pero es justamente en ese dolor donde comienza la verdadera liberación: entendernos tal y como somos—criaturas al servicio de fuerzas evolutivas mucho más poderosas que nuestra débil voluntad racional.